Érase una vez un ogro rojo que vivía apartado en una enorme cabaña roja en la ladera de una montaña, muy cerquita de una aldea. Tenía un tamaño gigantesco e infundía tanto miedo a todo el mundo, que nadie quería tener trato con él. La gente de la comarca pensaba que era un ser maligno y una amenaza constante, sobre todo para los niños.
¡Qué equivocados estaban! El ogro era un pedazo de pan y estaba deseando tener amigos, pero no encontraba la manera de demostrarlo: en cuanto salía al exterior, todos los habitantes del pueblo empezaban a chillar y huían para refugiarse en sus casas. Al final, al pobre no le quedaba más remedio que quedarse encerrado en su cabaña, triste, aburrido y sin más compañía que su propia sombra.
Pasó el tiempo y el gigante ya no pudo aguantar más tanta soledad. Le dio muchas vueltas al asunto y se le ocurrió poner un cartel en la puerta de su casa en el que se podía leer:
NO ME TENGÁIS MIEDO.
NO SOY PELIGROSO.
La idea era muy buena, pero en cuanto puso un pie afuera para colgarlo en el picaporte, unos chiquillos le vieron y echaron a correr ladera abajo aterrorizados.
Desesperado, rompió el cartel, se metió en la cama y comenzó a llorar amargamente.
– ¡Qué infeliz soy! ¡Yo solo quiero tener amigos y hacer una vida normal! ¿Por qué me juzgan por mi aspecto y no quieren conocerme?…
En la habitación había una ventana enorme, como correspondía a un ogro de su tamaño. Un ogro azul que pasaba casualmente por allí, escuchó unos gemidos y unos llantos tan tristes, que se le partió el corazón. Como la ventana estaba abierta, se asomó.
– ¿Qué te pasa, amigo?
– Pues que estoy muy apenado. No encuentro la manera de que la gente deje de tenerme miedo ¡Yo sólo quiero ser amigo de todo el mundo! Me encantaría poder pasear por el pueblo como los demás, tener con quien ir a pescar, jugar al escondite…
– Bueno, bueno, no te preocupes, yo te ayudaré.
El ogro rojo se enjugó las lágrimas y una tímida sonrisa se dibujó en su cara.
– ¿Ah, sí?… ¿Y cómo lo harás?
– ¡A ver qué te parece el plan!: yo me acercaré al pueblo y me pondré a vociferar. Lógicamente, pensarán que voy a atacarles. Cuando todos empiecen a correr, tú aparecerás como si fueras el gran salvador. Fingiremos una pelea y me pegarás para que piensen que yo soy un ogro malo y tú un ogro bueno que quiere defenderles.
– ¡Pero yo no quiero pegarte! ¡No, no, ni hablar!
– ¡Tú tranquilo y haz lo que te digo! ¡Será puro teatro y verás cómo funciona!
El ogro rojo no estaba muy convencido de hacerlo, pero el ogro azul insistió tanto que al final, aceptó.
Así pues, tal y como habían hablado, el ogro azul bajó al pueblo y se plantó en la calle principal poniendo cara de malas pulgas, levantando los brazos y dando unos gritos que ponían los pelos de punta hasta a los calvos. La gente echó a correr despavorida por las callejuelas buscando un escondite donde ponerse a salvo.
El ogro rojo, siguiendo la farsa, descendió por la montaña a toda velocidad y se enfrentó a su nuevo amigo. La riña era de mentira, pero nadie lo sabía.
– ¡Maldito ogro azul! ¿Cómo te atreves a atacar a esta buena gente? ¡Voy a darte una paliza que no olvidarás!
Y tratando de no hacerle daño, empezó a pegarle en la espalda y a darle patadas en los tobillos. Quedó claro que los dos eran muy buenos actores, porque los hombres y mujeres del pueblo picaron el anzuelo. Los que presenciaron la pelea desde sus refugios, se quedaron pasmados y se tragaron que el ogro rojo había venido para protegerles.
– ¡Vete de aquí, maldito ogro azul, y no vuelvas nunca más o tendrás que vértelas conmigo otra vez! ¡Canalla, que eres un canalla!
El ogro azul le guiñó un ojo y comenzó a suplicar:
– ¡No me pegues más, por favor! ¡Me voy de aquí y te juro que no volveré!
Se levantó, puso cara de dolor y escapó a pasos agigantados sin mirar atrás.
Segundos después, la plaza se llenó y todos empezaron a aplaudir y a vitorear al ogro rojo, que se convirtió en un héroe. A partir de ese día, fue considerado un ciudadano ejemplar y admitido como uno más de la comunidad.
¡Su día a día no podía ser más genial! Conversaba alegremente con los dueños de las tiendas, jugaba a las cartas con los hombres del pueblo, se divertía contando cuentos a los niños… Estaba claro que tanto los adultos como los chiquillos le querían y respetaban profundamente.
Era muy feliz, no cabía duda, pero por las noches, cuando se tumbaba en la cama y reinaba el silencio, se acordaba del ogro azul, que tanto se había sacrificado por él.
– ¡Ay, querido amigo, qué será de ti! ¿Por dónde andarás? Gracias a tu ayuda ahora tengo una vida maravillosa y todos me quieren, pero ni siquiera pude darte las gracias.
El ogro rojo no se quitaba ese pensamiento de la cabeza; sentía que tenía una deuda con aquel desconocido que un día decidió echarle una mano desinteresadamente, así que una tarde, preparó un petate con comida y salió de viaje dispuesto a encontrarle.
Durante horas subió montañas y atravesó valles oteando el horizonte, hasta que divisó a lo lejos una cabaña muy parecida a la suya pero pintada de color añil.
– ¡Esa debe ser su casa! ¡Iré a echar un vistazo!
Dio unas cuantas zancadas y alcanzó la entrada, pero enseguida se dio cuenta de que la casa estaba abandonada. En la puerta, una nota escrita con tinta china y una letra superlativa, decía:
Querido amigo ogro rojo:
Sabía que algún día vendrías a darme las gracias por la ayuda que te presté. Te lo agradezco muchísimo. Ya no vivo aquí, pero tranquilo que estoy muy bien.
Me fui porque si alguien nos viera juntos volverían a tenerte miedo, así que lo mejor es que, por tu bien, yo me aleje de ti ¡Recuerda que todos piensan que soy un ogro malísimo!
Sigue con tu nueva vida que yo buscaré mi felicidad en otras tierras. Suerte y hasta siempre.
Tu amigo que te quiere y no te olvida:
El ogro azul.
El ogro rojo se quedó sin palabras. Por primera vez en muchos años la emoción le desbordó y comprendió el verdadero significado de la amistad. El ogro azul se había comportado de manera generosa, demostrando que siempre hay seres buenos en este planeta en quienes podemos confiar.
Con los ojos llenos de lágrimas, regresó por donde había venido. Continuó siendo muy dichoso, pero jamás olvidó que debía su felicidad al bondadoso ogro azul que tanto había hecho por él.