Érase una vez una zorra muy glotona que solía levantarse tempranísimo para salir a buscar alimentos por el campo. Comer era su pasatiempo favorito y nunca le hacía ascos a nada. Un puñado de insectos vivitos y coleando, media docena de castañas, algún que otro arándano arrancado a mordiscos del arbusto… ¡Cualquier cosa servía para saciar su voraz apetito!
Por regla general no solía tardar mucho en encontrar comida, pero en una ocasión sucedió que por más que rastreó la tierra no halló ni una mísera semilla que llevarse a la boca. Tras varias horas de inútil exploración, el sonido de sus tripas empezó a parecerse al ronquido de un búfalo.
– Madre mía, qué hambrienta estoy… ¡Si no como algo pronto me voy a desmayar!
Estaba a un tris de rendirse cuando a cierta distancia detectó la presencia de un joven pastor que cuidaba del rebaño. El muchacho estaba sentado sobre la hierba, tarareando una alegre melodía mientras las ovejitas correteaban confiadas a su alrededor. La zorra se ocultó para poder vigilar sin ser descubierta.
– Detrás de este matorral estaré bien.
Durante unos minutos no pasó nada de nada, pero de repente el chico dejó de cantar y miró al cielo con especial interés.
– ¡Está comprobando la posición del sol para saber si ya es la hora del almuerzo!
La avispada zorra tenía toda la razón y sí… ¡eran las doce en punto del mediodía! Sin perder más tiempo el pastor extendió un mantelito de cuadros sobre una roca y sacó variadas viandas de una pequeña cesta.
– Vaya, vaya, vaya… ¡Creo que mi suerte acaba de cambiar!
Desde donde estaba pudo distinguir una cuña de queso, una hogaza de pan blanco y un racimo de uvas, gordas como huevos de codorniz. Todo tenía una pinta impresionante e inevitablemente empezó a salivar.
– ¡Oh, se me hace la boca agua!… Me quedaré quietecita y en cuanto se largue me acercaré a investigar. ¡Con suerte podré lamer las migas que se hayan caído al suelo!
Hecha un manojo de nervios esperó a que el chico finiquitara lo que para ella era un banquete digno de un faraón.
– Bien, parece que ya ha terminado porque se ha puesto en pie y está sacudiendo el mantel. ¿Se irá ya o antes se echará una siesta?
Esto cavilaba la zorra cuando ante sus ojos ocurrió algo sorprendente: el pastor envolvió la comida sobrante con el mantelito de cuadros y la introdujo en un agujero excavado en el tronco de un viejo árbol. Seguidamente dio un fuerte silbido para agrupar a las ovejas y se las llevó todas juntitas de vuelta a la granja.
– ¡Por todos los dioses, qué fortuna la mía! El pastor trajo tanta comida que ha reservado una parte para mañana. Pues lo siento mucho, pero todo eso me lo voy a tragar yo a la de tres, dos, uno… ¡Ya!
La famélica zorra salió disparada hacia el árbol, trepó por el tronco con la rapidez de una rata, y se metió dentro del hueco. El espacio era estrecho y pequeño, pero consiguió llegar al fondo y encontrar el tesoro. En cuanto tuvo el paquete en su poder, desató el nudo y prácticamente a oscuras se puso a devorar. Mientras lo hacía, pensaba:
– ¡Oh, madre mía, qué rico todo!… ¡El pan todavía está templado y este queso casero es realmente exquisito! Y las uvas… ¡ay, las uvas, qué dulces son! Antes reviento que dejar un poco.
Comió tanto y tan rápido que su panza se hinchó hasta adquirir el aspecto de un enorme globo a punto de explotar. Como te puedes imaginar, cuando quiso irse no pudo hacerlo. Darse cuenta de que estaba atrapada y empezar a chillar como una loca fue todo uno.
– ¡Socorro!… ¡Auxilio!… ¡Que alguien me ayude, por favor!
La angustia se apoderó de ella y empezó a llorar.
– ¡Sáquenme de aquí! ¡No puedo salir, no puedo salir!
Una zorra de su misma especie que paseaba cerca escuchó sus gritos retumbando en el interior del árbol. Muerta de curiosidad escaló hasta el orificio y asomó su peluda cabeza.
– ¿Qué sucede?… ¿Quién anda ahí?
La zorra atrapada saludó a la desconocida y le explicó la gravedad de la situación.
– ¡Hola, amiga! Gracias por atender a mi llamada. Verás, he visto que un pastor introducía restos de su almuerzo dentro en esta cavidad y entré para comerlos.
– Entiendo… ¿Y dónde está el problema, compañera?
– Pues que resulta que he engordado tanto que me he quedado encajada.
– ¿Encajada?
– Sí, no puedo moverme.
– Oh, ya veo… ¡Déjame que piense algo!
La zorra libre se rascó la cabeza mientras intentaba dar con una solución. No encontró ninguna y se lo soltó con toda sinceridad a la prisionera.
– Lo siento pero nada puedo hacer. No tengo herramientas y no conozco a ningún pájaro carpintero que pueda romper la madera con su pico.
– ¡Pues localiza un par de castores! Dicen de ellos que son grandes roedores y que excavan cualquier cosa que se les ponga por delante.
– ¡Imposible! Las familias que conozco viven junto al lago, a más de cuatro horas de camino.
– ¡Piensa algo para liberarme de inmediato, por favor!
– Amiga, lo lamento mucho, pero créeme cuando te digo que tu única opción es esperar a que pase la noche. ¡Cuando esa barriga recupere la forma que tenía, podrás salir!
– ¿Qué?… ¿Cómo dices?
– Sí, querida mía, así son las cosas: si quieres volver a ver la luz y recuperar tu vida tendrás que cultivar esa virtud tan importante que todos debemos tener y valorar.
– ¿Ah, sí?… ¿Y qué virtud es esa?
– ¡La paciencia!
La respuesta no podía ser más clara y contundente, así que la zorra tuvo que admitir que no le quedaba otra que relajarse y esperar el tiempo necesario.